LA PRINCESA Y EL MAGO, UN CUENTO DE AMOR PARA NIÑOS GRANDES

LA PRINCESA Y EL MAGO, UN CUENTO DE AMOR PARA NIÑOS GRANDES

Había una vez, en un reino lejano rodeado de montañas brillantes y bosques encantados, un mago llamado Kiaro. Vivía en una torre alta y torcida, situada al borde de un acantilado donde las olas del mar rugían como un himno eterno. La torre estaba construida con piedras antiguas que brillaban ligeramente al amanecer, como si contuvieran fragmentos de estrellas. Ventanas estrechas y altas permitían que la luz del sol pintara patrones danzantes en las paredes interiores, y en su cima había una terraza abierta donde Kiaro observaba los cielos y practicaba sus hechizos. Libros mágicos y artefactos llenaban cada rincón, y un reloj encantado colgaba del techo, marcando no solo el tiempo, sino también los momentos importantes del pasado y del futuro.

En el centro del reino se encontraba el castillo, hogar de la princesa Zaphir. Este castillo no era como los demás; sus torres estaban coronadas por tejados dorados que reflejaban el sol como espejos, y sus muros estaban decorados con mosaicos de colores que narraban historias de reyes y reinas pasados. En el ala este del castillo, Zaphir tenía su taller de arte, un espacio lleno de caballetes, pinceles y lienzos. Allí, la princesa pasaba horas creando cuadros abstractos, donde pequeños bloques de color se unían para formar interpretaciones únicas de la realidad que la rodeaba. Aunque vivía rodeada de riquezas, Zaphir sentía que el arte era su verdadero tesoro, pues a través de él podía explorar los rincones de su corazón.

Un día, mientras paseaba por los jardines, Zaphir encontró un ruiseñor atrapado en una red de espinas. Con cuidado, lo liberó, y el pájaro, agradecido, cantó una melodía tan dulce que parecía contener un hechizo. Esa noche, mientras la princesa dormía, tuvo un sueño extraño. En él, un mago le hablaba desde una torre distante, invitándola a descubrir los secretos mágicos del mundo.

Al despertar, sintió un deseo irrefrenable de buscar esa torre. Sin decírselo a nadie, preparó su caballo y partió en secreto, guiada solo por su corazón y el eco de la melodía del ruiseñor.

Mientras tanto, en su torre, Kiaro también tenía un sueño. En él, una princesa llegaba a su puerta, y su presencia iluminaba todo su mundo. Al despertar, se sintió intrigado y nervioso. “Es solo un sueño,” se dijo, aunque no podía apartar esa imagen de su mente.

Una tarde, mientras Kiaro practicaba un hechizo para ralentizar el paso de las horas y disfrutar más tiempo de un atardecer, escuchó un golpe suave en la puerta de su torre. Al abrirla, quedó boquiabierto. Allí estaba Zaphir, con sus ojos brillando de curiosidad y su cabello ondeando como un riachuelo bajo el sol.

—Hola —dijo ella, con una sonrisa gentil—. He venido buscando al mago de la torre. ¿Eres tú?

—Sí, soy Kiaro. Pero ¿qué te trae aquí, princesa?

—No estoy segura —confesó ella—. Tuve un sueño, y sentí que debía encontrarte.

Kiaro sintió su corazón acelerarse. Había algo especial en Zaphir, algo que lo hacía sentir como si toda su magia no fuera suficiente para igualar la maravilla de su presencia.

Durante semanas, Zaphir visitó la torre cada día. Kiaro le enseñó a crear pequeños hechizos: hacer flotar hojas, iluminar el camino con luces danzantes y escuchar los susurros de los árboles. Pero lo más valioso que compartieron fueron sus historias y sus sueños. Zaphir habló de su deseo de ver más allá de las murallas del castillo y de plasmar esos mundos en sus pinturas abstractas, y Kiaro confesó su temor de abrirse al mundo después de tantos años en soledad.

Con el tiempo, su amistad floreció en algo más profundo. Kiaro comenzó a crear pequeñas maravillas solo para verla sonreír: jardines de flores luminosas, cielos estrellados en frascos y melodías hechas de luz. Y Zaphir, a su vez, pintó cuadros abstractos que capturaban la esencia de Kiaro y de los paisajes que veía desde la torre, llenándolos con la magia que sentía en su corazón.

Sin embargo, no todo era paz. En el castillo, el rey se enteró de las ausencias de su hija y envió a sus guardias a investigar. Cuando descubrieron la torre, el rey se alarmó, temiendo que el mago estuviera hechizando a la princesa.

Una noche, los guardias irrumpieron en la torre y capturaron a Kiaro. Zaphir intentó detenerlos, pero el rey ya había decidido que el mago sería desterrado por siempre del reino.

En su celda, Kiaro se sintió derrotado. Pero Zaphir no estaba dispuesta a rendirse. Usando los hechizos que había aprendido, entró sigilosamente al calabozo y liberó a Kiaro. Juntos huyeron al bosque encantado, donde las criaturas mágicas los protegieron.

Allí, en la calma del bosque, Kiaro tomó las manos de Zaphir y, con el corazón latiendo con fuerza, confesó sus sentimientos:

—Zaphir, nunca creí que podría amar a alguien tanto como te amo a ti. Tú eres la luz que ilumina mis días y el color que da sentido a mi mundo. Pero no quiero que sacrifiques tu vida por mí.

Zaphir lo miró con ternura, y su sonrisa era como un amanecer en el horizonte. Pero antes de que pudiera responder, Kiaro continuó:

—Eres mi inspiración, mi musa, mi todo. Si el tiempo pudiera detenerse en este momento, lo haría, solo para quedarme contigo para siempre.

Conmovida, Zaphir apoyó su frente en la de él y susurró:

—Kiaro, tú me has mostrado un mundo que nunca imaginé. Contigo, he encontrado lo que siempre he buscado. Te amo, y no me importa dónde estemos, mientras estemos juntos.

Kiaro, decidido, hizo un último gran hechizo. Usó toda su magia para crear un puente entre el bosque y el corazón del castillo. Cuando el rey vio el puente y escuchó el canto del ruiseñor que lo guiaba, comprendió que el amor entre Zaphir y Kiaro era puro y verdadero.

El rey permitió que Kiaro regresara al reino, y pronto, una gran celebración se llevó a cabo en el castillo. Kiaro y Zaphir se casaron en un jardín lleno de flores luminosas, rodeados de amigos, criaturas mágicas y el canto eterno del ruiseñor.

Desde ese día, la torre de Kiaro y el castillo de Zaphir estuvieron conectados por un puente de mágico resplandor, y su amor brilló como la estrella más brillante en el cielo.

Y así, vivieron felices para siempre.

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